Acepté la invitación de la bella señorita que horas antes había conocido en la barra de aquel bar. A través de la ventana del viejo apartamento de mediados del siglo pasado, veía como partían los primeros petroleros hacia cabo norte. Ella no lo sabía, pero no volvería a verla jamás. Las piernas infinitas y el calor desprendido por su cuerpo perfecto de piel blanca, no eran atractivo suficiente para una casa vacía de libros.